Festival Internacional Fotografia Valparaiso
Sobre la fotografía se ha dicho que es el arte de atrapar el tiempo y preservar un instante. Que es la constatación del “esto ha sido”, como afirmaba Roland Barthes. (Y en el reverso de sus palabras habitaba la certeza de que “esto nunca más será así”). La fotografía, entonces, como sustituto de lo ausente, recuerdo material y derecho a recordar.

“Todas las fotografías son memento mori”, confirma Susan Sontag. “Tomar fotografías es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa. Precisamente porque seccionan un momento y lo congelan, todas las fotografías atestiguan el paso despiadado del tiempo”.

Interrogar la idea del tiempo es agujerear el sentido más originario de la práctica fotográfica. Y los físicos lo están haciendo hace más de cien años.  Para la ciencia y para la filosofía, la existencia del tiempo sigue siendo una interrogante. Ya Einstein afirmó que el tiempo absoluto no existía, sino que era relativo al observador y que en el universo no valía la distinción entre pasado, presente y futuro sino que habían distintos “ahoras”, superponiéndose e interrelacionándose simultáneamente, en múltiples niveles y dimensiones, tal como ocurre en los sueños. Einstien lo dijo con todas sus letras: “El tiempo es una ilusión, si bien se trata de una ilusión muy persistente”.

Pero lo cierto es que para nosotros –seres encarnados que nos movemos en el flujo de la historia– el tiempo es una realidad inexorable y hasta despiadada, como dice Sontag. Lo experimentamos como una secuencia lineal de acontecimientos que permite ordenar, dar sentido, comunicar y traspasar la experiencia. Esta construcción se expresa en la memoria, como necesidad de articular la vida: solo pensemos en lo catastrófico que es para un individuo perder la facultad de recordar. Es más: sin memoria no hay cultura que pueda sostenerse. Y aún así, le hacemos trampa. Porque lejos de registrar y archivar datos “objetivos”, la memoria actúa como un sistema dinámico y creativo, contaminado por la mirada y por la emocionalidad, que selecciona algunos eventos y descarta otros, recorta y encuadra las escenas, manipula imágenes y mensajes, y elabora relatos a su antojo. Así, el tiempo biográfico y el tiempo colectivo, que estructura el devenir humano, siempre se está fugando por los intersticios de la imaginación.

Lo mismo sucede con la fotografía, como práctica de la memoria. Incluso en su vertiente más vernácula y documental, insiste en manifestarse como artificio narrativo, alterado por la subjetividad de quien registra la imagen y, más tarde, por los códigos de quien la interpreta. Hay también un descalce temporal en ese tránsito: las fotografías mismas cambian y modifican su sentido con el tiempo.

Sea como sea, nos inscribimos en la línea del tiempo y nos debatimos entre el intento de atraparlo (quizás detenerlo) y el deseo de engañarlo para resistirnos a su dominio. Hoy, cuando se habla de un aceleramiento de la historia, acompañado por la simultaneidad abrumadora de estímulos visuales, mucha de la fotografía contemporánea está trabajando en una zona de provocación, elaborando deliberadamente situaciones ficcionales o superponiendo temporalidades a través de la combinación de imágenes de distintas procedencias, donde se cruzan momentos, lugares e incluso autores diversos. Este ejercicio de montaje plantea una posible resistencia a la dictadura del tiempo: emancipa las imágenes de su encadenamiento lineal, deja en suspensión las identidades, desamarra los discursos culturales instalados y provoca lecturas sincrónicas, acercándose así al “sin tiempo” de los sueños y del universo.

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